Hace 50 años, una piedra rodante sin domicilio conocido echó a correr en dirección al Greenwich Village de Nueva York y arrasó con la manera de entender la música y la cultura popular de toda una generación. 

Aquel sacudón, que por equivocación de sus padres llevó durante casi 20 años el nombre de Robert Allen Zimmerman, se hacía llamar ahora Bob Dylan, venía de dejar la universidad al primer año en Minneapolis y tenía por misión no cambiar el curso de la música si no tan solo conocer a su  ídolo, Woody Guthrie, postrado gravemente en un hospital de la ciudad.

Cumplida la primera tarea, el muchacho encontró la razón y el sentido que necesitaba para emprender la segunda: consagrar su vida a las canciones. De esta forma volcó con excesiva lucidez su mirada alrededor, afinó las palabras hasta la genialidad, no despegó las manos de su vieja guitarra por algunos años más y compuso un puñado extraordinario de ellas. Fue entonces que la tercera y más jodida tarea de todas estaba recién por comenzar: hacerse cargo de un mito. 

Si Presley fue llamado el cuerpo de EE.UU., Sinatra la voz, Bob Dylan fue sin duda su conciencia. El hombre que con apenas seis cuerdas, una harmónica y letras agudísimas se constituyó como el más potente alimento de los sueños de libertad y revolución de la Norteamérica de los ‘60. Jodida y rejodida misión, ser la conciencia de un país y de paso de toda una era. 

Porque todavía montados en la cresta de la ola que anunciaría Hunter Thompson la reacción cayó sobre Dylan como cuando los escupitajos en Newport el ‘65 por atreverse a enchufar su guitarra o incluso un año antes cuando “Another side of Bob Dylan” se distanciaba de la protesta social para preferir los laberintos poéticos a imagen de Ginsberg y Kerouac. Los mitos no pueden cambiar, es acaso el nombre de una canción que imaginó y compuso, pero que nunca conocimos.

Ni hablar en años posteriores cuando sus discos de villancicos, su temporada cristiana o su presentación para el Papa. Muchos Dylan habitan en Bob Dylan (como muy bien como lo ha sugerido Todd Haynes en la excelente “I´m not there”), bastantes a  veces para que sólo un mito (sólo un hombre) pueda hacerse cargo, o quizás fuera aquella la única manera conciente de lidiar con él, intentar rescribir su historia una y otra vez estética y musicalmente, con nuevos discos giras y sobre todo misterios, con el silencio y la ironía a falta de verdaderas certezas.

Pero no era por esto que escribía sus canciones. Prefería que todo fuera sencillo a la manera de los trenes que observaba pasar por las tierras de su Minnesota natal, era estimulante no saber hacia dónde se dirigían, todo aún incierto, abierto y desconocido. Posteriormente, aquel vértigo sólo ocurriría con suerte en los estudios de grabación o arriba del escenario.

Fuera de ahí, Bob Dylan comenzó a ser un estorbo, y entonces lo de siempre pero a dimensiones siderales: la industria, la prensa, los fans, los disfraces para pasear por la ciudad, el aislamiento, los conciertos sin palabras hacia el público y las dos habitaciones en hoteles (una de ellas para que le dejaran la comida y así no hablar con nadie)

Es así como Dylan se llevó a sí mismo, sin quererlo, al mismo tiempo cerca del halago y el hartazgo. Es aquello parte del precio? Sería el nombre de la otra canción que nunca le escuchamos. Después de todo no se puede reorientar la composición de The Beatles, lograr que Hendrix haga suya una de tus obras, definir una década como la de los ‘60, o ser reiteradamente nominado al Premio Nobel de Literatura y pensar en salir a comprar todos los días el pan como si solamente fueras el vecino que toca la guitarra. 

Por eso Dylan es al mismo tiempo un sobreviviente. De las drogas, de las balas de sus fanáticos y de sí mismo, que a pesar del hartazgo tampoco dejó los escenarios. Ha seguido componiendo incansablemente, con más y menos calidad, haciendo conciertos e incluso el viejo mito de la gira interminable, viviendo la vida (y de la vida) del hombre que inventó una vez llegado al Greenwich. 

El 24 de mayo del 2011, medios de todo el mundo llenaron sus pautas  celebrando los 70 años de Bob Dylan, pero estaban sutilmente equivocados en 20 años. Eran apenas 50, y claro, también los 50 del neofolk, los 45 del folk rock y así sucesivamente, porque las distintas etapas de Dylan van marcando también las distintas edades de la música y la cultura popular del siglo XX.  

Era Zimmerman el de los 70, sólo que hace más de 50 años se sabe poco y nada de él. Chile no será la excepción, pero además será Dylan (y acá las cosas se tornan jodidas ahora para el público) el otro gran ausente de esta visita, antes y después de que los primeros acordes marquen acaso un nuevo frío e impecable capítulo de esta memorable historia, tan públicamente misteriosa.

Si la tónica se repite, como desde hace tiempo ya, esto implica por supuesto olvidarse de entrevistas y conferencias, paseos por la ciudad, firma de discos, alguna mínima salida al balcón del hotel para saludar a los fans; si hay ánimo habrá un saludo al público antes de comenzar o al terminar el show, ni siquiera la prensa (enterada del juego) se molestará en ocupar tanto espacio informando que uno de los artistas más popularmente transversales e influyentes de todos los tiempos pisa suelo chileno.

A Dylan lo podrán ver, parcialmente, sólo quienes lleguen a la cita de esta noche en el Arena, será aquello suficiente.  Y será también sólo Dylan quien luego del show, reconozca frente al espejo a un chico joven y delgado, expectante y libre como cuando las respuestas podían llegar todas con el viento. Entonces el mito se refugia un rato en el hombre cierra los ojos y recordando piensa si todavía está a tiempo de subirse al próximo tren sin destino, quizás a empezar todo de nuevo, o emprender el mismo viaje de regreso a las praderas donde los viejos campesinos lo esperarán de vuelta con buenas canciones y alcohol barato, pero que carga encima con un sabor único, como cuando todo era incierto, abierto y desconocido aún, como si un simple acorde menor fuera al mismo tiempo el camino, el regreso y la casa, y eso bastara, como debía ser, para siempre.
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