Imaginen el guion para una
película. Es Sudáfrica, año 1990. Mandela es liberado luego de 27 años de prisión.
Su libertad augura profundos cambios políticos. Pero una guerra civil se
desarrolla en los ghettos de Johannesburgo entre sus partidarios y detractores.
En medio de las piedras, las balas y los machetes, la historia de 4
fotoperiodistas armados sólo con lentes y cámaras. El nudo dramático contiene arrojo,
astucia, fama, vanidad, competencia, premios, locura, tragedia y muerte. Una
historia que transcurre en 4 años con hombres fotografiando y viviendo con la
admiración del mundo pero soñando y delirando con muertos que se levantan. Dos
de ellos ganarán el Pullitzer y dos de ellos no llegarán vivos al final de esta
historia. Ahora imaginen que todo esto realmente ocurrió y es la historia del
Bang Bang Club.
Una historia que comienza con Ken
Oosterbroek y Kevin Carter, dos amigos que coinciden en sus ganas de apoyar la
causa antiapartheid registrando gráficamente la violencia en contra de la
población negra. Ambos buscan despercutar la pasividad y el silencio con el que
fueron educados. El tiempo los hace coincidir en Star, el periódico más importante de Johannesburgo, que a
instancias de Ken termina contratando también a Joao Silva.
De espíritu rebelde y liberal, al
igual que Oosterbroek y Carter, Silva ocupaba su tiempo libre para registrar la
violencia que el nacionalista periódico Alberton Record le tenía prohibido
cubrir. Siempre le importará menos su suerte que seguir a su corazón. Había
dejado el instituto y dio también la espalda a la universidad. Guiado por la
adrenalina y el talento ganaría finalmente un lugar en el fotoperiodismo local.
No tardará en hacer amistad con el resto.
Desde el otro lado de la ciudad
viene Greg Marinovich. Él ha estado ajeno a todo esto haciendo registros de
fotografía antropólógica y quizás por la misma inquietud en un momento desvía
su atención hacia los ghettos de Johannesburgo. Entonces quiso entender de
primera fuente por qué la población negra se mataba entre ella en Soweto y
otros barrios.
Tan ajeno estaba que decidió
entrar en territorio Inkhata sin saber que aquel no era un lugar para blancos. Luego
de correr cuadras para huir de la persecución Zulú, salvar con vida, ganar su
confianza y retratarlos para contar su versión de la guerra, se vio de pronto fotografiando
a su primer muerto en el instante mismo del linchamiento. Cuando aquello
ocurrió, el horror y el odio se imprimieron no sólo en su película, también en su
cabeza, su vida entero cambió.
Aquel brutal bautizo en el periodismo
y un encuentro previo en la calle con Kevin Carter le abrieron las puertas de Star. Nadie había entrado antes en
terreno Inkhatta y las imágenes eran tan buenas que el periódico le pagó los
negativos, lo contactó con Associated Press y le ofreció su primer trabajo como
fotoreportero.
El Bang Bang Club quedaba así formado,
y cerrado, para nunca más volver a abrirse pese a las solicitudes de muchos
fotógrafos seducidos por la mística y la fama de la que se comenzó a hablar.
Pero el grupo como tal no existió nunca,
o más bien sí, pero a la manera como ocurren las cosas en el periodismo y el
marketing. “Bang Bang” se llamaba a las jornadas de violencia que a diario se
sucedían. Entonces, Living, una revista de Johannesburgo tituló como The Bang Bang Papparazi (posteriormente
se habló del Bang Bang Club) un reportaje interesado por las andanzas del grupo
en medio de la sorda violencia y también por la influencia medial que tenían
sus fotos.
Los ojos del mundo estaban
puestos en Sudáfrica, los más importantes medios tenían sus corresponsales ahí
pero serán las imágenes del Bang Bang Club las que recordará la historia, las
que ocuparon las portadas de los principales diarios y obtuvieron los más
importantes premios. Las mismas que terminarían también por definir y cambiar
la vida de sus integrantes.
Primera foto.
La mañana del 15 de septiembre de
1990 en Soweto, Marinovic registra una de las fotografías más famosas del
conflicto. Lindsaye Tshabalala, sospechoso de colaborar con el Gobierno
Apartheid, es linchado en plena calle. Su cuerpo en llamas corre de
desesperación al mismo tiempo que recibe un machetazo en plena cabeza. Un niño
recorre la escena entre indiferente y excitado. Aquella imagen casi le cuesta la
vida a Marinovich (registraba todo mientras esquivaba puñaladas de los
atacantes por tratar de detenerlos). Finalmente le costó su libertad.
Rápidamente divulgada, la escena
despierta la ira de las autoridades, deciden busca a los responsables del asesinato
de uno sus simpatizantes. Marinovich debe declarar. El periódico Star esconde a Marinovich obligándolo a
huir y volviendo por unos meses a la fotografía antropológica retratando tribus
y culturas en perdidos pueblos del Africa. Un año más tarde, la fotografía se
hace con el Premio Pullitzer (además de muchos otros) y aquel salvoconducto le
permite a Marinovich volver a Johannesburgo blindado por la repercusión ahora
mundial de la imagen.
Segunda foto.
El grupo siguió trabajando,
saliendo diariamente al amanecer para registrar los horrores de la noche
anterior y porque muy temprano también la violencia continuaba. Aquella
violencia se transformó en rutina. La rutina trajo los primeros
cuestionamientos morales. Los reporteros negros los miran con recelo. Después
de todo son blancos registrando una carnicería entre negros. Kevin Carter
comienza a ver muertos que se paran y le hablan y se refugia en sus pipazos de Dagga
y White Pipe. La violencia interna comienza.
Superado emocionalmente, Kevin
Carter no logra tomar el control de su vida. Su matrimonio tambalea, las drogas
y las depresiones hacen lo suyo. Pierde oportunidades, rollos y trabajos. Finalmente
es alejado del Star. En marzo de 1993
llega por su cuenta a Sudan junto a Joao Silva para registrar los estragos de
la hambruna. En ese lugar Carter tomó la fotografía más famosa y maldita de su
carrera.
Su imagen de un niño desnutrido contemplado
por un amenazante buitre es quizás la
imagen más icónica de todas las que dio el siglo XX respecto de las hambrunas en
África. Rápidamente se hace mundialmente conocida. Meses más tarde obtiene el
Pullitzer. Todos los ojos del mundo vuelven a estar en Africa y el Bang Bang
Club. Los amigos están felices por Carter, es una oprtunidad; pero como una cruel paradoja, la fotografía destinada
a levantarlo lo hunde aún más. Una polémica en torno a la suerte del pequeño,
aparentemente víctima de la frialdad y el egoísmo periodístico del fotógrafo,
tuvo para Carter el impacto de la bala que nunca le llegó. Pasó, en un par de
semanas, de ídolo a villano, las cosas no cambiarían mucho para él, sigue
cayendo, terminaría sus días odiando la imagen.
Tercera foto
18 de abril de 1994. Quedan
apenas 8 días para las primeras elecciones libres en décadas, la esperanza de
paz se acerca, pero una feroz revuelta se desata en Tokhoza y el Bang Bang Club
en pleno está ahí. Menos Carter, que ha abandonado el lugar luego de unas horas
para atender asuntos de prensa tras su Pullitzer.
Ken Oosterbroek discute
acaloradamente con los peacekeepers, un cuerpo de policía
creado de forma transitoria pero que de centinelas
de la paz tienen muy poco porque presas del miedo disparan a todo lo que se
mueve. Tokhoza es un infierno de cañones y balas, un fuego cruzado insalvable.
De pronto Oosterbroek y Marinovich caen. El caos, la patrulla, la retirada y la
llegada al hospital resultará en vano. Una bala ha perforado un pulmón de
Marinovich pero logrará ponerse a salvo, Ken no correrá la misma suerte. La
televisión ha registrado en directo la escena y también Joao Silva, quien no
paró de fotografiar en medio de la tensión. Y una imagen encierra un feroz
simbolismo fatalmente trágico: Ken inconciente es sostenido en sus últimos
instantes por Gary Bernard, otro fotógrafo muerto tiempo después. El Jefe de
Fotografía de Star y líder natural del
Bang Bang Club fallecía a los 31 años siendo el fotoperiodista sudafricano más
importante de su generación. Había obtenido numerosos premios entre ellos un
World Press Photo en 1992.
Las imágenes de Silva generaron
polémica una vez más pero para él, sus amigos eran una nueva baja de la guerra.
Silva y Marinovich coincidieron en que a Oosterbroek le hubiera encantado ver
las imágenes al otro día. El mismo Ken les había enseñado que primero se
sacaban las fotos y después se lidiaba con todo lo demás. No había otra cosa
que hacer.
Cuarta foto
Su ausencia al momento de la
muerte de Ken, es algo que Carter nunca se perdonará. Desde aquel día su vida se
irá, ahora sí (aún más) en picada. En la ruina económica, arrasado por la depresión,
totalmente atormentado por los recuerdos de la guerra y desilusionado por el
cuestionamiento ético que le persiguió tras su famosa foto en Sudán (a pesar de
que Joao Silva desmintió que la pequeña corriera peligro ya el buitre aparecía
cerca sólo por la perspectiva que corta un lente teleobjetivo, mientras que por
el contrario el pequeño estaba a sólo unos metros del campamento de la Cruz
Roja).
Murió convencido que la bala que
mató a su admirado amigo debía haber sido para él, tal como apunta en la nota
que dejó al momento de internar una manguera en su auto conectada al tubo de
escape, un 27 de julio de 1994, apenas 3 meses después del Pullitzer. Se fue escuchando
música, al borde del Río Braamfontein Spruit, su habitual lugar de juegos en la
niñez. Aún no cumplía los 34 años.
Quinta (s) Foto (s)
La incipiente paz que trajo
Mandela acabó con la guerra, pero la muerte ya había acabado antes con el Bang
Bang Club, convertido desde entonces en una leyenda. Disueltos y reencontrados por
el mundo, sumergidos en nuevas guerras, Silva y Marinovich continuaron viviendo
al límite del fotoperiodismo. Han seguido recibiendo premios y balas y continúan
al frente (y en el frente) sin saber cuándo detenerse, se lo han prometido
muchas veces, vuelven a casa por algunas semanas, pero regresan. No tienen el
menor interés de morir, sólo que tampoco desean hacer otra cosa.
El 23 de octubre de 2010,
cubriendo la guerra de Afganistán, una mina antipersonal lanza por los aires a
Joao Silva. Entonces al Bang Bang (y al mismo Silva), que ya lo había fotografiado
prácticamente todo, le queda todavía una última prueba. Lejos de preocuparse
por su estado luego de la explosión, Silva pide un cigarrillo, que le acerquen su
cámara y encuadra como puede (lo que puede), entonces dispara desde el suelo,
una, dos, tres veces antes de sucumbir al dolor y el esfuerzo. Ninguna de las
millones de imágenes de guerra a lo largo de los años había retratado la
tragedia desde los ojos del fotoperiodista. Habituados a presenciar el horror, a
registrar la tragedia inminente en los otros, ahora lo padecían. Y es Silva el
encargado de simbolizar con ello quizás el último respiro y la última visión de
tantos reporteros que han dejado la vida en medio de la batalla. Después de
todo, morir y no morir sigue siendo la cosa más normal y rutinaria en su trabajo.
Y lo sabe, todo el Bang Bang siempre lo supo. Silva finalmente salvó con vida,
pero perdió ambas piernas. “Hasta que me tocó el premiado” bromeó en el
Hospital. Sus imágenes, una vez más dieron la vuelta al mundo.
Coda
Han pasado 23 años. Greg Marinovich
ha regresado a Sudáfrica, lleva 4 cicatrices de bala en el cuerpo y otras
tantas en la memoria; Joao Silva, con prótesis en vez de piernas. Están por fin
alejados de la guerra, aunque quien sabe. Desde las primeras fotografías, el Bang
Bang Club tiene su lugar en almanaques, premios, obituarios, libros, películas
y cerca de 86 millones de páginas web según Google. Y serán sus imágenes, por
siempre en la conciencia colectiva, las que continuarán evocando como desde cada
amanecer en los township de
Johannesburgo el horror de un mundo lanzado cada cierto tiempo al despeñadero
por un pedazo de tierra, poder o fe. Un libro (escrito x Marinovich y Silva y
actualmente descatalogado) y una película (dirigida por Steven Silver),
completan el resto de esta historia, todavía por cierto, inconclusa.