“No bien partía un barco de oro de la orilla
cuando ya no era orilla ni barco ni partía”
Kandinsky 1904; Enrique Lihn
El pintor Luis Hernán Silva (Talca; 1900 y tantos), o Tatâ Silva (desde hace tres años cuando nació su nieto “aviaocinho”) llegó del campo a la capital pero en su canasta no traía huevos ni gallinas sino que un montón de pinceles y colores.
Durante un tiempo formó parte del exitoso círculo de artistas visuales que eran requeridos desde la publicidad para crear y pulir las imágenes antes del advenimiento de lo Digital. “Pinté las uvas y los objetos más reales y perfectos en ese tiempo, tan reales que era imposible que existieran de otro modo”.
Luego de obtener trabajo estable, ganar dinero y un par de premios lo dejó todo por la pintura. Desde entonces no se sabe mucho de él y todo lo que llegan ahora son noticias a través de sus cuadros: impresionantes imágenes realistas sucumbidas por la inquietud y el peso de la luz y la perspectiva, la profundidad que propone siempre nuevos cuadros dentro de los mismos.
Pero el pintor Tatâ Silva no representa ni al realismo ni al hiperrealismo ni al surrealismo ni mucho menos por supuesto a la realidad, más bien desafía a todas las alternativas anteriores. Más cerca de Magritte o de Eschen que de Claudio Bravo o Iman Maleki, los cuadros de Silva tienen lo único que le falta a los trabajos hiperrealistas de estos dos últimos maestros de la técnica: vida.
Son tan perfectos y reales los cuadros de Bravo y Maleki que justamente en eso es lo que fallan, pues sus ejercicios por fotocopiar la realidad no pasan de ser desafíos (exitosos por cierto) a la dominación de la textura, las formas y los colores. Pero carecen de pulso, o de algún sentimiento ligado a la vida que debiera subyacer en cada obra y por eso sus naturalezas muertas no dejan de ser lo que el adjetivo señala. La obsesión por representar la realidad encubre casi toda la preocupación estética.
No está en Silva la preocupación de la foto perfecta, que para eso están las cámaras o sus años en la publicidad. Descolgado del hiperrealismo por deformación y cansancio personal, ensaya “realidades” que son objeto y escena a la vez, texto y contexto, ahí donde descansa un gato dormido sobre el piso otras son las cosas que no parecen descansar, el mismo piso incluso.
Sus naturalezas muertas están vivas y los planos en sus telas se superponen hasta el infinito porque los cuadros de Tatà Silva no terminan nunca donde acaba la tela o el marco y puede también que todos sus cuadros sean pequeños trozos de un gran cuadro, figuras que forman parte de un gran tapiz árabe u oriental a la manera de una imposible leyenda en Borges; o como si todas sus obras fueran variaciones de un mismo tema recorridas por un mismo dibujo o línea, a la manera de Henry James en el cuento El dibujo del tapiz.
Una cuestión importante en la obra de Silva son sus referencias a la cultura pop moderna dentro del más erudito conocimiento de los clásicos, pudiendo hacer convivir tranquilamente a Velásquez con el Collage del art pop o a Picasso con David Bowie.
Aunque bien señalado está que las comparaciones son odiosas, vuelvo a pensar en Claudio Bravo, quien vive en un castillo en Marruecos en la amplitud y con una veintena de ayudantes, el pintor Tatà Silva en cambio vive solo en un pequeño departamento – taller del centro de Santiago pero la mayor parte del tiempo la pasa dentro de sus de sus cuadros, en ese espacio absolutamente infinito.
Uno de los artistas visuales jóvenes más impresionantes y originales de la actualidad vive sin Fondart, emails ni mesenas y alejado de las Galerías y los círculos artísticos que se forman desde Plaza Italia hacia cualquiera dirección, sin que nadie lo conozca, excepto los compradores que van por sus obras cada vez que sale desde uno de sus cuadros por la familia, música, cigarrillos, libros, un poco de cine, la buena conversa y más luz.
Este es mi preferido, se llama "Las sillas"
* Las fotografías fueron tomadas por el fotógrafo brasilero Luiz Alves Junior.